sábado, 26 de junio de 2010

RECUERDO A DELIA

RECUERDO A DELIA
La habitación huele a encierro y en la penumbra apenas recortada por la luz amarillenta que se filtra por las celosías que dan al patio, Delia descansa en su lecho de enferma.
Con el malhumor que últimamente la caracterizaba, le había ordenado a su marido no dejar las tazas sucias donde acababa de tomar el té que él, humildosamente le había servido.
Los acordes de la sinfonía llegaban quedamente apagados desde el viejo combinado... hacia la cocina descascarada y húmeda, donde Ricardo, obediente y gentil dejaba correr con inercia y lejanía, el agua tibia que se mezclaba con las lágrimas rebeldes del último llanto, sobre el plato de porcelana azul y sintió que el tiempo se había perdido en la memoria.

“Voy a lavar las tazas y recuerdo... esas manos... ahora flacas y huesudas,
fueron blancas y finas como torcacitas enamoradas, tocando en el piano de la sala “Sonata Claro de Luna” del genial Beethoven.
Nos habían dejado solos. Sus padres estaban en la quinta. Demorarían horas en volver y yo la amaba con desesperación. Mientras ella, también enamorada me transmitía su pasión a través de la música que estaba interpretando.
Comencé a acariciarle la nuca, los hombros desnudos... Y ella con esa blusita celeste resaltaba la esbeltez y la turgencia de los pechos vírgenes.
Comencé a besarle la frente... los labios... Acaricié sus mejillas sonrosadas y suaves como y las hermosas manos comenzaron a dejar de tocar el piano. Giró sobre el taburete, me miró con los dulces ojos asombrados y, primero con timidez, luego con ardor largamente contenido, comenzó a besarme y acariciarme.
Con mucha suavidad la hice incorporar. Nos dirigimos al diván donde tantas veces nos amielábamos con un beso furtivo, a escondidas de la familia.
Mientras la abrazaba, fui quitándole la blusa acariciando el hermoso y deseado cuerpo. Luego le desprendí lentamente la falda, quitando los pudorosos e íntimos encajes.
Me deleité ante tanta belleza. La piel blanca y suave, los senos rosados como pétalos... encendidos. Su cintura cabía cómodamente entre mis manos. Ante mis ojos las caderas aparecieron redondeadas y suaves, sobre unas piernas largas y torneadas.
El cuerpo parecía esculpido por el más angélico y prodigioso de los artistas.
Me desvestí rápidamente, recostándome a su lado en un mar de caricias.
Ella, venciendo la timidez... deslizaba los dedos por mi cara y mi torso desnudo.
Cuando recuerdo el contacto de nuestros cuerpos se me eriza la piel.
Nunca antes había sentido así y sabía que para ella era la primera vez.
Continué besándole los ojos, las arreboladas mejillas, el cabello fino y suave, el delicado cuello... y los labios se buscaron... se invadieron y sintiendo mi piel en su piel... la dulzura malva que estremece.
Ardiente y clara como un sol por dentro, con esa suavidad y tibieza virginal... nuestros cuerpos se fundieron.
De pronto el sexo en su máxima expresión... se transformó en vorágine...
y todo lo que continuó solo se puede expresar en el recuerdo, ya que no existen palabras que puedan reproducir ese momento.
No solo tuve su cuerpo con pasión, amor y deseo sino que cada uno poseyó al otro desde lo más profundo de su ser.
Fue literalmente una comunión de almas y cuerpos
A partir de ese instante, Delia fue mi Dios... mi religión.
Nunca más toqué a otra mujer. Nunca más tocaré a otra mujer, porque nuestra unión fue tan pura y perfecta que seguirá más allá de la muerte”.
No permitiré que esas manos se sigan marchitando.




Marta Duhalde
2003

No hay comentarios: